Cuando era pequeña le tenía miedo al mar y creo que era normal porque vivía lejos...aunque, pensándolo bien, el Amazonas parece un mar de alguna manera. Nuestras vacaciones familiares en Lima siempre incluían viajes a la playa los domingos pero nunca consideré al Océano Pacífico un amigo, ya que para mí era más bien intimidante con sus aguas oscuras, frías y sus grandes olas.
Mi perspectiva sobre el mar ciertamente cambió ya de adulta cuando visité Playa del Carmen por primera vez y conocí el Caribe. Mi amor de verano con el Caribe se convertiría en una relación más estable más tarde cuando terminé viviendo allí por siete años y medio. No fue algo esperado o planeado, pero definitivamente fue algo natural cuando se convirtió en una realidad.
Disfruté mis años en Playa al máximo. Por supuesto, la atmósfera de este pueblo relajado (especialmente los primeros años que pasé allá), su aire cosmopolita y los amigos que hice contribuyeron en ese sentido. No cabe duda, no obstante, que la calma de las tibias aguas del Mar Caribe y los increíbles tonos de color turquesa en combinación con la suavidad de la fina arena blanca tuvieron que ver con eso.
Ahora me veo como una mujer amazónica convertida en caribeña...y aunque no vivo cerca actualmente, soy muy afortunada de poder viajar al Caribe varias veces al año por mi trabajo. La mayor parte del tiempo, estoy tan ocupada durante estos viajes que no puedo disfrutarlo como quisiera...pero he encontrado la solución perfecta.
Ya que no siempre es posible alargar mi estancia por un par de días para poder gozar de mi amado Caribe siempre me aseguro de ir a la playa por lo menos una vez en cada viaje. Incluso si tengo que hacerlo en el día de mi partida, antes de salir para el aeropuerto, encuentro que la mejor hora es temprano en la mañana. Dependiendo de donde esté, lo hago entre 6 y 7 am cuando prácticamente no hay gente en la playa.
Contemplo el amanecer y el vuelo de las aves, me zambullo en la tranquilas aguas del Caribe o simplemente permanezco de pie, descalza en la arena, para sentir cómo la brisa toca mi piel...lo que obtengo de estos momentos no tiene precio. Después de estas breves escapadas (que usualmente duran 15-20 minutos y nunca más de una hora) me siento totalmente re-cargada de energía y mi estado de ánimo mejora considerablemente. Es tiempo cualitativo con mi alma y mi cuerpo.
Sus efectos, lamentablemente, solo duran hasta mi siguiente viaje, así que siempre me aseguro de que este ritual y este tiempo personal conmigo misma sea parte de la agenda de cada viaje. Tengo que asegurarme de que siga cumpliéndose.